Estuve reflexionando este verano sobre la gran huella de James O. Curwood, el escritor y conservacionista americano.
No solo sus libros, que han marcado mis veranos desde hace tiempo y los de varias generaciones. También por su implicación en la conservación de la naturaleza, en una época en la que la humanidad solo diferenciaba entre animales que se pueden comer y animales dañinos (y, en todo caso, un tercer grupo reducido de animales de compañía).
Curwood entró en contacto con las vastas y asombrosas tierras canadienses, muchas de ellas todavía sin explorar en aquellos finales del siglo XIX y principios del XX. El escritor descubrió todo un mundo que aprendió a amar y a difundir. Y así, descubrió que el verdadero patrimonio de la Tierra es la propia Tierra.
Esa grandeza de las tierras vírgenes canadienses inspiró a Curwood para escribir numerosas novelas sobre la vida en el Gran Norte: la de los lobos y otros animales salvajes, los tramperos, los buscadores de oro, los aventureros, los cazadores. Mi novela favorita suya es, sin duda, Kazán, perro lobo.
Curwood vivió, por lo tanto, en el mismo contexto que Jack London. Pero, a diferencia de su compatriota, las historias de Curwood presentan un carácter espiritual, una mirada llena de sentimiento que se distancia de la carga fatalista que demostró London, al menos en su última época.
Pero tanto London como Curwood coinciden en su amor por los perros y los lobos, a quienes veían como seres indómitos que elegían si entregarse o no al dominio humano. Legado de Curwood y su amor por los animales es también la película El oso (Jean Jacques Annaud, 1988), basado en su novela El rey de los osos.
Como ya señalé en su momento, Félix Rodríguez de la Fuente mostró ya su admiración por Curwood en El hombre y la tierra, en Canadá. Fue al conocer al trampero Jorg Hoffer y a su esposa Lizz
En Canadá, Félix se vio inmerso en los impresionantes paisajes de ese país, también como parte del rescate de unas águilas.
Sería en Alaska donde el gran naturalista español perdió la vida en el vuelo de una avioneta en 1980. No pudo cubrir la carrera de perros de trineo, la Iditarod. Fue su equipo, ya sin su líder, quien la grabó como último episodio de El hombre y la tierra.
Félix conoció a Jacques Cousteau, que fue para el mar lo que el español fue para la tierra.
El naturalista francés nos mostró las maravillas del mundo submarino a bordo de su barco Calypso.
Ambos fueron pioneros en los documentales de naturaleza. La huella de Félix y Cousteau para el conservacionismo es incuestionable. Y ambos siguieron la huella de Curwood.
Pero no podemos olvidar a un tercer naturalista, también imprescindible: Gerald Durrell.
Este escritor inglés, famoso por su novela autobiográfica Mi familia y otros animales, y sus secuelas, se implicó desde muy pequeño en la labor de salvar a los animales en peligro de extinción. Durrell viajó por todo el mundo capturando especies de animales para distintos zoos. Dotado de un gran ingenio e ironía, el escritor inglés se dedicó a contar sus experiencias por el mundo animal para financiar así sus proyectos. Disgustado por la falta de cuidados e implicación que existían en los zoos de su época, y cumpliendo su viejo sueño infantil, Durrell fundó su propio zoo en la isla de Jersey.
Sus métodos innovadores, sus logros en el salvamento de especies al borde de la extinción, llamó la atención de muchos naturalistas, que acudieron a Jersey a aprender con él. Este año, en el primer centenario de su nacimiento, es de ley rendir homenaje a Durrell y su admirable labor.
La huella de Curwood es perceptible también en el mundo del cómic. Hugo Pratt homenajeó al escritor americano en su historia Por culpa de una gaviota, protagonizada por el más famoso de sus personajes: Corto Maltés. Para ello, se inspiró en El bosque en llamas, de Curwood. Jean Michel Charlier hizo lo mismo con Los buscadores de oro para su héroe del western Blueberry en El fantasma de las balas de oro.
No me parece casualidad que la voz elegida para narrar la serie de David el gnomo fuese la misma que sustituyó a la de Félix en el citado episodio del Iditarod: la de Teófilo Martínez. El mensaje y espíritu conservacionista que transmiten las andanzas del gnomo más famoso de la ficción son continuadoras, sin duda, de la labor de Félix.
David el gnomo es, a su vez, la adaptación de dos libros imprescindibles: Vida y obra de los gnomos y La llamada de los gnomos. En estos libros, obra de los holandeses Wil Huygen y Rien Poortvliet, se muestra, a través de la vida de estos diminutos seres, la necesidad de conservar este planeta y todo lo que en él vive, mucho antes de las locuras ecologistas del siglo XXI. En sus impresionantes ilustraciones, Poortvliet, el mejor artista de la naturaleza que ha existido, volcó todo su amor por los animales y los bosques.
Existe, sin duda, una línea que parte del santo de Asís, que pasa por Curwood y que llega hasta nuestros días. Y que le hizo ser el primer amigo de los animales.
La labor de Curwood ha hecho que miremos con admiración a los lobos, como último refugio de la fuerza salvaje de la naturaleza, como también nos enseñó Félix ("Que el lobo viva donde pueda y donde deba vivir"). Que nos emocionemos ante la vida de otros seres más pequeños, como los castores. Que nos siga sorprendiendo el mundo salvaje de los grandes valles y montañas y que pongamos también nosotros nuestra propia piedra en la labor de la conservación de este planeta.